Maximiliano I de Baviera: 200 años del rey para tiempos convulsos

El 13 de octubre de 1825 moría en Múnich Maximiliano I de Baviera, el primer rey de ese Estado surgido de las ruinas del Sacro Imperio. Su figura, poco recordada fuera del ámbito germánico, resulta esencial para entender el convulso tránsito entre la Europa del Antiguo Régimen y el nuevo continente político moldeado por Napoleón. Liberal moderado, promotor de las artes, reformista y oportunista, su reinado es también una historia de equilibrio entre tradición y modernidad.

Por Manuel Jancewicz

En el inmenso tapiz de casas principescas que conformaban el Sacro Imperio Romano Germánico, la familia Wittelsbach ocupaba un lugar destacado. Desde el siglo XII había gobernado diversos territorios del sur de Alemania, incluida Baviera, con una tradición dinástica consolidada pero sin aspiraciones de trono. Maximiliano José, nacido en 1756 en Schwetzingen, era descendiente directo de esta dinastía. Su infancia transcurrió entre los palacios de Mannheim y Estrasburgo, y su educación fue marcadamente ilustrada: dominaba varias lenguas, era lector de Voltaire y Rousseau, y mostraba un temprano interés por la administración y el ordenamiento territorial.

En sus años de juventud sirvió en el ejército, primero bajo la bandera francesa, luego al servicio de Austria. Esta doble fidelidad militar no era incoherente: en aquella Europa prerrevolucionaria, las casas reinantes y las lealtades eran flexibles, y el talento marcial era a menudo moneda de cambio entre cortes. Sin embargo, la Revolución Francesa cambiaría esas reglas de juego. Con la decapitación de Luis XVI y la radicalización del proceso revolucionario, Maximiliano José adoptó una actitud más cauta, temiendo la expansión del jacobinismo hacia los Estados alemanes.

A la muerte de su primo Carlos Teodoro, en 1799, Maximiliano heredó el Electorado de Baviera y del Palatinado. Con apenas 43 años, se encontraba en la encrucijada histórica de una Europa al borde de ser reconfigurada por completo. La irrupción de Napoleón en la escena internacional ofrecía a los dirigentes alemanes una oportunidad y una amenaza: colaborar con el corso para preservar sus intereses o enfrentarse a su avance con incierto resultado. Maximiliano optó por la colaboración calculada. Su ministro, Maximilian von Montgelas, sería el arquitecto de esa estrategia, dotando al nuevo elector de un programa modernizador de largo alcance, pero también de una diplomacia pragmática.

La victoria de Napoleón sobre la Tercera Coalición, en la batalla de Austerlitz (1805), cambiaría el equilibrio de fuerzas en el continente. Como parte del Tratado de Presburgo, firmado en diciembre de ese año, el emperador francés impuso una serie de reorganizaciones en el mapa centroeuropeo. Baviera fue una de las principales beneficiadas. Napoleón elevó el estatus del territorio al de Reino y permitió que Maximiliano José adoptara el título de Rey de Baviera en enero de 1806.

Fue el principio de una nueva era. La monarquía electiva se convertía en una soberanía plena, aunque nacida de un acto de cesión napoleónica. Maximiliano no había sido elegido por el pueblo ni por un congreso de nobles, sino consagrado por la voluntad del héroe corso. Esta circunstancia determinaría, en parte, la ambivalencia de su reinado: gozaba de legitimidad legal, pero no de la legitimidad tradicional.

El nuevo reino se integró en la Confederación del Rin, un organismo diseñado por Napoleón para consolidar su influencia sobre los antiguos Estados del Sacro Imperio, que sería oficialmente disuelto en agosto de 1806. Maximiliano, junto con otros príncipes alemanes, aceptó la tutela francesa a cambio de garantías territoriales y políticas. En el caso de Baviera, la recompensa fue significativa: obtuvo Franconia, Suabia y otras regiones, ampliando considerablemente su dominio.

No menos importante fue la política dinástica. Para sellar la alianza, la hija de Maximiliano, Augusta de Baviera, se casó con Eugène de Beauharnais, hijo adoptivo de Napoleón y virrey de Italia. Este enlace consolidó los lazos entre la casa Wittelsbach y la nueva nobleza imperial francesa. Aunque Maximiliano mantenía ciertas reservas hacia el carácter autoritario del Emperador, comprendió que era preferible estar cerca del sol que bajo su sombra.

Convertido ya en rey, Maximiliano I José no se conformó con lucir la corona que Napoleón le había colocado. En lugar de ejercer un absolutismo anquilosado, su reinado destacó por un enfoque reformista que contrastaba con el autoritarismo de otros monarcas europeos. Consciente de que el nuevo Reino de Baviera no podía limitarse a ser un caparazón decorativo del Imperio napoleónico, Maximiliano impulsó profundas transformaciones administrativas, judiciales y sociales. Fue pionero en la construcción de un Estado moderno dentro de la Confederación del Rin primero, y tras el colapso napoleónico, dentro de la Confederación Germánica.

Uno de los elementos más notables de su reinado fue la Constitución de 1808, que introducía la igualdad legal de todos los ciudadanos ante la ley —aunque en la práctica aún muy restringida—, abolía algunos privilegios feudales y definía por primera vez las competencias del poder real. El nuevo sistema judicial, inspirado en los principios del derecho romano y el racionalismo ilustrado, profesionalizó la judicatura y modernizó los procedimientos. También reorganizó el ejército bávaro, no solo como herramienta de defensa, sino como símbolo de identidad nacional en formación.

Pero quizás donde Maximiliano mostró mayor audacia fue en el terreno de las libertades civiles. Aunque no era un liberal en sentido estricto, comprendía que un reino cohesionado requería más que obediencia: necesitaba lealtad ciudadana construida sobre un contrato simbólico de progreso. En esa línea, su gobierno promovió reformas en el sistema educativo, impulsó la secularización de tierras eclesiásticas y redujo el poder político del clero, una decisión que le granjeó enemigos en los sectores ultracatólicos pero que consolidó al Estado como eje del poder territorial.

En paralelo, apoyó decididamente las ciencias y las artes. Fundó la Academia de Ciencias de Múnich y promovió la Universidad de Landshut como faro intelectual de Baviera. El monarca, sin pretensiones de ilustrado, se rodeó sin embargo de consejeros cultos y abiertos a las nuevas corrientes filosóficas, como el barón Montgelas, verdadero arquitecto de muchas de sus reformas. Esta alianza entre trono y racionalismo convirtió a Baviera en una excepción progresista dentro del conservadurismo centroeuropeo.

De aliado de Napoleón a superviviente del Congreso de Viena

Uno de los grandes logros de Maximiliano I José fue haber sobrevivido políticamente al naufragio napoleónico. Mientras muchos de los Estados satélites del Imperio francés desaparecían o eran desmembrados tras la derrota de Waterloo, Baviera logró conservar no solo su rango de reino, sino también buena parte del territorio adquirido durante las guerras revolucionarias y napoleónicas. Este hecho, notable en sí mismo, fue fruto de una calculada política de realismo y adaptación.

Cuando el viento empezó a soplar en contra de Napoleón, Maximiliano no dudó en girar el timón. En 1813, poco después del desastre de Leipzig, firmó el Tratado de Ried con Austria, rompiendo la alianza con Francia y uniéndose a la Sexta Coalición. El precio de la traición fue asumible: mantenimiento de su corona y garantía de independencia dentro del nuevo orden europeo que se gestaría en el Congreso de Viena (1814-1815). Allí, Maximiliano —representado por su hábil diplomacia— no solo salvó a su reino del castigo, sino que logró consolidarlo en el concierto de potencias alemanas de rango medio.

Baviera se convirtió en una suerte de “puente” entre Austria y Prusia, dos gigantes en pugna por la hegemonía alemana. Maximiliano mantuvo hábilmente una posición de equilibrio, que sería determinante para la pervivencia de Baviera como Estado autónomo durante todo el siglo XIX. Aceptó su integración en la Confederación Germánica, pero conservó amplios márgenes de soberanía. Esa habilidad para gestionar las alianzas, sin perder de vista el interés bávaro, es uno de los rasgos más destacados de su reinado.

Sin embargo, el final de su vida no fue sencillo. Las tensiones internas entre liberales y conservadores, los desafíos de una sociedad en transformación y el cansancio de los años fueron apagando su impulso reformista. En 1825, ya enfermo, Maximiliano I José fallecía en Múnich, dejando un legado complejo, pero en muchos aspectos admirable: el de un monarca que, sin abdicar de su poder, quiso adaptarse a los nuevos tiempos y plantar las semillas de un Estado moderno en pleno corazón de Europa.

Cuando Maximiliano I José murió el 13 de octubre de 1825, Baviera no era ya aquel estado disperso, frágil y dependiente del capricho imperial que había sido al inicio de su reinado. Había emergido como un reino moderno, articulado, con instituciones propias y una identidad política cada vez más consciente de sí misma. Buena parte de ese tránsito, que se produciría a lo largo del siglo XIX con marchas y contramarchas, tuvo en Maximiliano a su principal precursor.

Su reinado —largo y atravesado por transformaciones radicales en Europa— es un caso paradigmático de monarquía adaptativa, capaz de leer los signos de su tiempo sin renunciar a su esencia. No fue un revolucionario, ni un visionario romántico. Pero sí un soberano pragmático, reformista, culto a su modo y dispuesto a reducir el peso de los viejos privilegios en favor de un Estado más racional y eficiente.

Muchos de los principios que inspiraron su gobierno anticiparon debates que dominarían el siglo XIX: la secularización de las estructuras de poder, la educación pública como herramienta de cohesión nacional, la creación de una administración profesionalizada y la tímida apertura hacia formas de representación política. Aunque su constitución de 1808 fue muy limitada, sentó las bases para las posteriores reformas constitucionales de 1818 y el surgimiento de una cultura parlamentaria en Baviera, aún en embrión.

En el plano simbólico, Maximiliano también jugó sus cartas con inteligencia. A través del arte, la arquitectura y el mecenazgo, modeló una imagen del Reino de Baviera como nación histórica con pasado glorioso y futuro prometedor. El urbanismo de Múnich comenzó a transformarse bajo su impulso, con la construcción de monumentos, palacios y edificios institucionales que reforzaban la idea de continuidad histórica, legitimidad monárquica y progreso civilizador.

Su sucesor, Luis I, heredaría un Estado más fuerte de lo que Maximiliano había recibido, aunque pronto sus veleidades románticas y autoritarias eclipsarían el tono sobrio y reformista de su padre. Pero la semilla estaba plantada. El hecho de que Baviera pudiera negociar su entrada en el Imperio alemán en 1871 manteniendo ciertas prerrogativas —como su propio ejército o sus sistemas de correos— se debe en buena medida a las estructuras políticas y administrativas que Maximiliano I José puso en marcha.

Hoy, su figura permanece algo desdibujada fuera de Alemania. Pero en Baviera, es recordado como el arquitecto de la monarquía moderna, el rey que supo convertir un territorio fragmentado en un reino funcional. En una época de tronos tambaleantes y guerras devastadoras, Maximiliano eligió la vía del equilibrio, de la reforma y de la construcción paciente. Y eso, en la historia europea de principios del siglo XIX, no es poca cosa.

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