Portugal en la mira de Napoleón

Los apenas quince años de gobierno de Napoleón supusieron un jalón determinante en la Historia de Europa a comienzos del siglo XIX. El emperador francés emprendió numerosas reformas políticas en Francia pero es, sobre todo, conocido por su talento militar. El ascenso del pequeño corso fue meteórico puesto que ascendió, en plena Revolución Francesa, de teniente de un regimiento de artillería a general con apenas veintisiete años en 1796. Tras las campañas de Italia (1796-97) y Egipto (1798-99) que cimentaron su fama Napoleón regresó a Francia para emprender su carrera política. Igualmente vertiginosa fue su carrera en las lindes políticas puesto que empezó como cónsul en un triunvirato (junto a Cambacérès y Lebrun) en 1799,  Primer Cónsul en 1802-03 y, finalmente, en la apoteosis de su poder y encumbramiento: Emperadores de los franceses a partir del 02 de diciembre de 1804.

Napoleón fue un rayo de la guerra y emprendió numerosas campañas militares para someter a sus enemigos que, prácticamente, eran todas las potencias de Europa, sobre todo Gran Bretaña y Austria. Algunos países bascularon entre una alianza o asociación, más o menos estrecha o condicionada, con Napoleón y un conflicto directo como le ocurrió a España. En un primer momento los gobiernos de Carlos IV declararon la guerra a la República francesa tras 1789 como hizo toda Europa. La ejecución de Luis XVI supuso un verdadero trauma para las monarquías del Antiguo Régimen y contemplaron, con lógica, el pésimo ejemplo que podía suscitarse en sus propios reinos. Sin embargo el reino de España cambió esta política de directa confrontación a la colaboración con la República francesa. Uno de los principales argumento a favor de este viraje de la política exterior española era la constante hostilidad de los británicos hacia el comercio español en América. Los ataques de naves británicas contra mercantes españoles era frecuente y España necesitaba un aliado fuerte para contrarrestar el poder naval británico. La primera piedra de esta nueva orientación la supuso la firma del Tratado de San Ildefonso en 1796 por el cual se establece una alianza ofensiva-defensiva entre España y Francia. Como resumió el hombre fuerte del momento, Manuel Godoy “no era posible elegir sino entre dos males: la guerra con Francia o con Inglaterra.” A la postre España saboreó los dos males uno detrás de otro.

Una muestra de esta colaboración fue la esperpéntica Guerra de las Naranjas (1801) auspiciada por Napoleón y ejecutada por Godoy. En un breve tiempo España guerreó contra el vecino Portugal y alimentó los sueños de vanidad de Godoy que se veía como futuro monarca de un trozo de territorio portugués. Pero, realmente, el valor estratégico de Portugal fue considerado seriamente por Napoleón a partir de 1805 tras la derrota franco-española en las aguas de Trafalgar. Napoleón no podía derrotar a Gran Bretaña directamente debido a su posición insular y la fortaleza de su flota de guerra. Así pues el general francés optó por una estrategia diferente, lenta y que no ofrecía resultados inmediatos: el bloqueo continental. El objetivo era asfixiar a Inglaterra económicamente y el medio pasaba por prohibir el comercio con los ingleses cerrando o bloqueando todos los puertos de la Europa continental. El resultado a largo plazo sería cerrar las salidas comerciales a los productos ingleses lo que provocaría una crisis de superproducción en Gran Bretaña que le llevaría al colapso económico y a la capitulación. El gobierno británico no se quedó de brazos cruzados y realizó ataques preventivos contra puertos neutrales como Copenhague. La capital danesa fue bombardeada dos veces (1801 y 1807) por los cañones de la Marina Real británica sin previa declaración de guerra.

Portugal debido a su tradicional asociación con Gran Bretaña suscitó el interés de Napoleón quien pretendió desvincular a Lisboa de Londres. Los puertos portugueses mantenían un activo comercio con los británicos y se produjo un ultimatum francés, en julio de 1807, a Portugal para que cerrase sus puertos al comercio con Gran Bretaña y se uniese al Bloqueo Continenal. Las tropas francesas estaban preparadas para invadir Portugal pero necesitaban la alianza o, al menos, la cooperación amistosa de España para que pudieran atravesar su territorio. En ese contexto el reino de España y el Imperio francés suscribieron el 27 de octubre el Tratado de Fontainebleau con el objetivo de desmembrar el reino de Portugal en tres partes. Una franja de territorio portugués, la Superior sería destinada para el rey de Etruria, la Central para la familia real portuguesa y el Algarbe-Alentejo para el Príncipe de la Paz, el propio Godoy.

La Península ibérica entraba en liza en la diana napoleónica. En una carta a su hermano Luis Bonaparte, Napoleón dejaba claro su estrategia continental: “El Imperio Francés y las potencias continentales que, con todas sus fuerzas de su unión, no pueden acomodarse a ese género de supremacía que ejerce Inglaterra. Voy a tomar parte en los asuntos de España, lo que tendrá como resultado arrebatar Portugal a los ingleses y poner en manos de la política francesa a las costas que España tiene sobre los dos mares. Todo el litoral de Europa quedará así cerrado a los ingleses.”

La Península Ibérica bajo el fuego de Napoleón

Los ejércitos napoleónicos atravesaron los Pirineos y se dirigieron a Portugal atravesando territorio español. Otra historia es que tras la campaña portuguesa los regimientos y destacamentos franceses empezaron a ocupar ciudades y plazas españolas en un claro intento por someter la soberanía del reino de España a los designios de Napoleón. Mientras tanto los ejércitos napoleónicos, caracterizados por la velocidad de su avance, y aprovisionándose sobre el terreno (“Los Ejércitos marchan sobre sus estómagos”) se presentaron frente a Lisboa a finales de 1807. La capital portuguesa fue tomada el 28 de noviembre y los cerca de 128.000 soldados de Junot (1771-1813) ocuparon el territorio metropolitano de Portugal. Esta “campaña relámpago” de los ejércitos napoleónicos provocó la huida de la familia real portuguesa y toda su corte. Tanto el Príncipe Regente don Juan (rey de facto), la Reina María I y los Herederos Pedro y Miguel embarcaron en una grandiosa flota hacia el Brasil. También huyeron Alfonso de Albuquerque y la Princesa Regente Carlota Joaquina. El séquito de la familia real portuguesa ascendía a cerca de 10.000 personas que fueron embarcadas en 30 barcos. La flota, con todo el dispositivo del poder de Portugal, zarpó para Río de Janeiro el 27 de noviembre de 1807. Es un hecho inaudito puesto que, por primera vez, una corte europea era gobernada desde uno de sus colonias de ultramar, una especie de “imperio al revés.” Los paralelismos con la situación de la familia real portuguesa se sucederían meses después con los avatares que sufrió la familia real española. Carlos IV y su esposa se quedaron en España, acudieron a Bayona atraidos por la falsa argucia de Napoleón y, finalmente, perdieron la corona, el reino y el honor.

El paso de las tropas francesas por el territorio portugués fue igual de nefasto que por el territorio español. Se sucedieron los destrozos, saqueos y ejecuciones por las poblaciones por donde pasaron los estandartes imperiales de Francia. Los soldados napoleónicos ocuparon la antigua residencia real portuguesa en Mafra (monasterio), donde provocaron varios destrozos, y el Palacio Rococó de Queluz y la villa de doña Carlota en Ramalhao, situada en las colinas cerca de Sintra. A los perjuicios materiales hay que añadir la ominosa cifra de casi 250.000 muertos portugueses en la guerra contra Napoleón.

El gobierno británico vio en la intervención napoleónica en Portugal y España una oportunidad de oro para desgastar el poder de Napoleón. La Península Ibérica ofrecía un escenario bélico ideal para combatir a las tropas francesas, en un territorio que no era británico, y donde podían enviar materiales, armas y soldados sin riesgo propio para Londres. El futuro Duque de Wellington, tan laureado por la propaganda aliada en el futuro, antes de embarcar para la Península Ibérica tenía proyectada una expedición de castigo contra las posesiones españolas en América. El gobierno de Londres lo reclamó y envió a La Coruña el 21 de julio de 1808 donde desembarcaron las primeras tropas británicas. En esta privilegiada posición las tropas de Wellington se dirigieron a Figueira en la desembocadura del río Mondego, entre los ríos Tajo y el Duero.

La sorpresiva e impactante Batalla de Bailén, en julio de 1808, resultó un impacto tremendo, no solo en España, sino que su eco llegó a todos los rincones de Europa. Fue una insuflación de ánimo y moral para todos los países que luchaban contra la tropas de ocupación napoleónicas. A pesar de que en ese momento se sucedieron algunas derrotas españolas (Bessiéres venció a los españoles en Medina de Rioseco el 14 de julio de 1808), “la noticia de la victoria de Bailén ha causado en esta plaza un júbilio inexplicable. Este triunfo, conseguido por las armas de España sobre el enemigo común, es el idioma de nuestro gobieno”, fueron las declaraciones publicadas en la Gaceta ministerial de Sevilla (nº21 en Gaceta de Madrid) el 19 agosto de 1808. El espectáculo de ver a cerca de 20.000 soldados franceses prisioneros de los españoles, a cargo del genral Castaños, provocó la ira de Napoleón cuando le comunicaron la noticia de la derrota francesa. Circuló el rumor popular de que el emperador francés exclamó enojado cuando le comunicaron la rendición del mariscal Dupont en Jaén: “¡Tengo una mancha en mi uniforme!”.

Los portugueses no se quedaron atrás puesto que también derrotaron (con colaboración británica) a un ejército napoleónico pocas semanas después en la Batalla de Vimeiro, el 21 de agosto de 1808. A continuación se firmó el Convenio de Sintra entre las derrotadas fuerzas francesas y representantes del gobierno británico el 30 de agosto de 1808. El lugar elegido para esta firma entre vencedor y vencido fue el Palacio de Queluz. Los términos del convenico establecían, básicamente, que los cerca de 20.000 soldados franceses fueran evacuados en barcos de la flota britànica (con su equipamiento y bienes) hasta el puerto francés de Rochefort. La controversia estaba servida porque se evitó el paso de los soldados franceses derrotados por el territorio, entonces enemigo de España, y, sobre todo, que las condiciones fueron tildadas de muy generosas para con el enemigo vencido. La guerra proseguía y algunos mandos británicos criticaron no aprovechar la ventaja táctica conseguida sobre los franceses tras la batalla de Vimeiro.

Las líneas defensivas de Torres Vedras

La guerra proseguía y los franceses no se dieron por vencidos, totalmente, a pesar de estos primeros reveses en tierras peninsulares. Desde Galicia se proyectó otro intento de ocupar Portugal a principios de 1809 pero fracasó. La guerrilla empezó a jugar su rol en esta nuevo tipo de guerra pero hay que añadir otro factor, decisivo, que no ha sido muy valorado en la historiografía general de la guerra napoleónica en la Península Ibérica. Miles de trabajadores portugueses dirigidos por ingenieros ingleses construyeron una serie de fortificaciones y líneas defensiva alrededor de la desembocadura del río Tajo. ¿Por qué? Hay que tener en cuenta que la guerra contra Napoleón era novedosa en muchos aspectos: aparición del ejército nacional frente al ejército mercenario, movilidad de las tropas, nuevas estrategias y tácticas,…La guerra del siglo anterior  era de posición o de sitio, es decir, tomada una plaza por un ejército sitiador se producía la rendición a continuación. Para Napoleón mantener una posición implicaba un coste demasiado costoso aparte de inútil porque, desde su consideración estratégica, el objetivo fundamental en una campaña militar no era tomar una plaza sino destruir al ejército enemigo. Por tanto estamos ante la concepción de una guerra móvil vs una guerra de posición.

La línea de Torres-Vedras fue concebida para ser infranqueable para cualquier ejército invasor. La línea fortificada estaba proyectada para apoyarse en el ancho curso final del Tajo y en su estuario, por el Este y el Sur y en el Atlántico por el Oeste. Una línea de unos 40 kilómetros que protegían la capital portuguesa, Lisboa, a resguardo de una ataque foráneo bajo la cobertura de los cañones de la flota de guerra británica y el abrigo de las aguas del Tajo. La construcción de Torres Vedras resulta, realmente, un prodigio de la ingeniería militar, porque aparte de su longitud hay que tener presente las condiciones de trabajo, en un contexto de guerra, y la propia lucha contra el relieve. Las propias elevaciones del terreno en vez de concebirlas como un obstáculos fueron aprovechadas como una ventaja desde Vilafranca hasta el mar, formando una especie de isla de más de 1.000 kilómetros. El papel protagonizado por los buques de la Marina Real británica fue determinante, no sólo en su escala bélica, sino también para aprovisionar con materiales, suministros, alimentos y armas la línea de Torres Vedras. En tierra había un dispositivo defensivo con 152 obras de carácter militar, aprovisionada con 600 cañones y 130.000 soldados bien apostados y pertrechados.

Desde el punto de vista de la organización militar se establecieron tres líneas las cuales estaban divididas en ocho distritos cada uno de ellos con su propio mando militar. La Primera Línea conectaba la población de Alhandra (Vila Franca de Xira) con la desembocadura del río Sizandro en el Océano Atlántico, con casi cincuenta kilómetros de extensión. La Segunda Línea unía la población de Póvoa de Santa Iria en el río Tajo con Ribamar con cuarenta kilómetros de longitud. Y, finalmente, la Tercera Línea conectaba el Paço de Arcos con el Forte da Junqueira con unos tres kilómetros de extensión en la Barra del río Tajo.

 

Construcción portuguesa, resistencia española e intervención británica.

Las tropas francesas comprobaron en propia carne el formidable dispositivo defensivo luso-británico construido en el estuario del Tajo. Y el comandante francés que fue amargado por Torres Vedras fue André Mássena (1758-1817) quien declaró en su memorias lo siguiente: “memorables fortificaciones de la naturaleza y el arte, en las que habían trabajado con gran discreción miles de obreros portugueses bajo la dirección de ingenieros ingleses durante más de un año.” No obstante hay que recalcar que se pueden tener medios materiales formidables para resistir pero también hace falta pericia y arrojo para avanzar que era justo lo que le faltaba a Wellington. El militar británico, aureolado en la propaganda aliada de guerra y posguerra, resistía bien los envites pero siempre se atascaba en los avances y volvía a la casilla de salida. En Talavera, por ejemplo, Wellington logró avanzar pero la batalla no llegó a ser decisiva y optó por retirarse. En 1810 Mássena, intenta de nuevo invadir Portugal por Beira Alta y el mariscal Soult (1769-1851) por el Sur, por el Alentejo. Mássena fue detenido gracias a las líneas de Torres Vedras mientras que otros generales franceses intentaban cumplir sus objetivos tácticos para poder invadir Portugal. Junot fue detenido mientras que Ney (1769-1815) se abatió sobre Ciudad Rodrigo para continuar su avance por Portugal.

La guerra de los franceses en Portugal cada vez se tornaba más desesperada. Los objetivos estratégicos no se cumplían. Mássena no logra una derrota definitiva de los ingleses en la sierra de Buçaco el 27 de septiembre de 1810 y como reacción desesperada las tropas francesas saquean Coimbra. El duelo entre franceses y británicos comenzó en la batalla, propiamente dicha, de Torres Vedras, el 11 de octubre de 1810. Wellington contra Mássena, cara a cara. Los franceses no se imponen pero los británicos, a pesar de la ventaja táctica y su buen aprovisionamiento, no logaran la victoria definitiva sobre las tropas de Napoleón. Mássena es frenado en Torres Vedras y acude en su auxilio Soult, a comienzos de 1811, tras apoderarse de Olivenza (hoy bajo soberanía española). Soult no logra grandes avances puesto que es detenido en Badajoz y sus formidables murallas y Mássena no tiene más remedio que comenzar a retirarse hasta Santarem. Las tropas francesas están enrabietadas por no poder romper las líneas de Torres Vedras y pagan con la población civil su frustración. Se suceden saqueos y atrocidades en territorio portugués al paso de las tropas de Napoleón.

A pesar del eficaz papel defensivo de Torres Vedras las desavenencias entre los mandos español, portugués y británico eran muy frecuentes. El general español, de ascendencia irlandesa, Joaquín Blake declaró lo siguiente ante la amenaza británica de reducir sus suministros: “No temo que llegue este caso porque tengo por cierto que en auxiliarnos hacen los ingleses su propia causa: más aún cuando así fuere no debemos olvidar que la nación en su primer impulso no contó con auxilio ninguno de la tierra y así proseguiría aún cuando se viese abandonada.” No obstante el mando francés nunca tuvo un concepto estratégico claro que aplicar en la Península Ibérica. En otras palabras no sabía donde radicaba la clave de una victoria francesa en España y Portugal. Napoleón creía que expulsando a los británicos, y por tanto sus suministros, desaparecería la guerrilla. A pesar de la debacle napoleónica tras el gigantesco desatre de Rusia en 1812 Wellington fue incapaz de llevar a cabo una ofensiva victoriosa y rotunda sobre los franceses en la Península Ibérica. La batalla de los Arapiles en ese mismo año no fue un encuentro decisivo donde Wellington demostró, por enésima vez, su capacidad defensiva pero no ofensiva. Las tropas aliadas se atascaron en Burgos y tuvieron que retroceder a Ciudad Rodrigo, junto a la frontera portuguesa, donde recibían los suministros.Con el fin de la guerra y la expulsión definitiva de las tropas francesas a partir de 1814 las líneas de fortificaciones construidas en el estuario del Tajo revelaron su auténtico valor y papel en la victoria. De hecho Wellington entre el carrusel de títulos y honores que atesoró tras la guerra (Generalísimo de los Ejércitos de España, Órdenes de San Fernando, Toisón de Oro, Marqués del Duero, Conde de Vimeiro, Duque de la Victoria,…) añadió el simbólico de Marqués de Torres-Vedras.

 

Conclusiones

Actualmente las líneas de Torres Vedras, una vez finalizada la guerra peninsular, fueron desartilladas en 1818. Es curioso que paralalemante los británicos construyeron una línea defensiva en la Real Isla de León, en 1810, para proteger Cádiz del asedio napoleónico. Ayer las líneas fortificadas de Torres Vedras fueron un artilugio bélico pero hoy son un reclamo turístico puesto que fueron declaradas como Patrimonio Nacional portugués en 2018, siendo clasificado como Monumento Nacional el 21 de marzo de 2019. Un vestigio del turbulento pasado bélico de Europa, y de la unión de los dos países ibéricos contra Napoleón.

 

 

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