La Guerra de los Treinta Años, que empezó siendo un conflicto religioso,  a raíz de la Reforma protestante, mantuvo en liza a los países de la Europa central, pero pronto aquel conflicto tomó tintes políticos y se crearon dos grandes bloques beligerantes que apoyaron respectivamente los intereses de los Habsburgo y de los Borbones. Ni siquiera la católica Francia, que siempre había recibido del papado notables prerrogativas por su temprana conversión al catolicismo, vio incongruente su alianza con algunos países protestantes y su ofensiva contra otros que defendían su credo.

En aquel clima de tensión en todas direcciones, España decidió aliarse a los enemigos de Francia y movilizó sus ejércitos bajo el criterio de don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares, y valido del monarca Felipe IV. Por ser un lugar estratégico, las primeras tropas cruzaron Cataluña y se obligó a sus habitantes a hospedarlas y alimentarlas sin el permiso de las autoridades locales, quebrantando con ello uno de los privilegios del principado que lo eximía de alojar tropas en tránsito. El pueblo no tardó en rebelarse contra los tercios imperiales representados por castellanos, irlandeses, italianos, albaneses…, que cometieron todo tipo de tropelías. A su paso por Santa Coloma de Farners y por Riudarenes los vecinos se enfrentaron con arrojo a los tercios cuando había comenzado el tiempo de la siega. Entonces el virrey Dalmau Queralt —representante del gobierno central—, en misión coercitiva, envió una patrulla a detener a todos los culpables.

Ante los graves sucesos, Pau Claris, presidente de la Generalitat, envió en señal de protesta una embajada al virrey presidida por el diputado Francesc de Tamarit, quien no tardó en ser apresado. Cuando fue conocida la noticia, más de tres mil campesinos se rebelaron contra las tropas que tenían alojadas y algunos de ellos marcharon hasta Barcelona para negociar su liberación.

El 7 de junio de 1640 —festividad del Corpus—, quinientos segadores entraron a la ciudad y se unieron a la procesión que, a medida que avanzaba, iba nutriéndose de más descontentos. Por fin, marcharon hasta la cárcel donde estaban retenidos los campesinos que se habían sublevados contra los tercios. Viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, el alguacil consiguió llegar hasta el palacio del virrey para advertirle del peligro y este, a duras penas, consiguió alcanzar las atarazanas reales con la intención de subir a un bote que lo llevara hasta una de las galeras que había fondeadas en un extremo del puerto. Algunos segadores consiguieron darle alcance y le asestaron varias puñaladas al pie de la montaña de Montjuïc. Así comenzó aquel episodio sangriento que la historiografía nombró como «Guerra del Segadors», aunque fueron dagas, puñales y predreñales los utilizados por los sublevados, en contra de la tradición iconográfica que muestras a los campesinos empuñando sus hoces.

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