El Imperio Romano se extendió a lo largo de varios siglos, dejando una innegable herencia cultural, lo que explica que, a pesar del tiempo transcurrido –casi dos milenios- siga siendo objeto de debate. La civilización comenzó con un fratricidio, el de Remo a manos de Rómulo y, además, al Imperio se llegó con un asesinato, el de Julio César.
Quizás ese planteamiento fue el punto de partida de un equipo de científicos del Instituto de Ciencias Matemáticas e Informáticas de la Universidad de Sao Paulo, que analizó estadísticamente la causa de la muerte de los gobernantes romanos.
Los resultados no pudieron ser más descorazonadores: tan solo el 24,8% de los 69 estadistas analizados murieron por causas naturales. El resto fueron muertes violentas, asesinatos, muerte en el campo de batalla o bien conjuras palaciegas. Es como si el trono de Roma tuviera un temporizador, un destino fatal para todo aquel que lo ocupara.
En la nómina de este último grupo se encuentran personajes de la talla ética de Cómodo, que fue asesinado por su liberto Narciso, de Caracalla que fue víctima de unos revolucionarios o de Domiciano, que no sobrevivió a una puñalada en la ingle. Claro está, todos ellos competían por el título del peor emperador de la Historia de Roma.
Quizás algún lector esté echando de menos la figura de Nerón, si hablamos de monarcas depravados. Y es que durante los catorce años que estuvo al frente del Imperio, tiempo durante el cual asesinó a su hermano adoptivo, a su madre, a su esposa embarazada, castró a uno de sus libertos… Una lista interminable que, obviamente, hizo que se granjease multitud de enemigos.