Será Suetonio (¿70-126?) quien, más tarde, escriba: “Quienes lo apuñalaron, casi ninguno sobrevivió más allá de tres años, ni murió de muerte natural. Todos encontraron muertes diferentes tras haber sido condenados: unos en un naufragio, otros en un combate; algunos se suicidaron con aquel mismo puñal con el que habían profanado a César”. Con la desaparición del que había sido el hombre más poderoso de Occidente, se desencadenó en Roma un vacío de poder… Después de que los “cesarianos” terminarán dando su castigo a los “cesaricidas” (considerados ellos mismos como “libertadores” por dar muerte a quien identificaban como dictador); dos fueron los hombres de confianza de César que se enfrentaron por el gobierno de Roma: Marco Antonio y Octavio Augusto.
LOS HEREDEROS DE JULIO CÉSAR
El más maduro Marco Antonio (83-30 a. C.), había estado luchando con César, codo con codo, durante la Guerra de las Galias (58-51 a. C.) y la Segunda guerra civil de la República romana (49-45 a. C.), que culminara con la derrota de su adversario, antes aliado, Pompeyo Magno (asesinado a traición en Alejandría por la corte de Ptolomeo XIII). Marco Antonio había sido pues, la “mano derecha” de Julio César, ejerciendo como su lugarteniente, lo que le legitimaba como su sucesor más idóneo en la administración de Roma. La Historia nos presenta a Marco Antonio como un personaje extravagante y mujeriego, bebedor y entusiasta de fiestas y bacanales y de cortas luces (aunque su inteligencia, sin llegar a ser la de Julio César, ha sido subestimada), que prefirió dejarse seducir por la estética y cultura griega antes que la romana.
El más joven Octavio Augusto (63 a. C. -14 d. C.) –entonces contaba diecinueve años-, como sobrino nieto e hijo adoptivo de Julio César, al que su testamento le dejaba hasta tres cuartas partes de su fortuna, reclamaba su legitimidad al trono. Su escasa experiencia en el campo de batalla, comparada con la de Marco Antonio, quedaba compensada con su más eficaz espíritu burocrático. Más austero que Marco Antonio, probablemente no contara con el mismo atractivo, y sus efigies se han encargado de disimular que era un hombre de baja estatura –que trataba de suplir con calzado de suela alta- y de salud más bien quebradiza. A pesar de ello, parece convertirse una constante que todos los hombres poderosos de la Historia han sido grandes mujeriegos… y Octavio también lo fue. Aunque finalmente prefiriera reprimir sus instintos dejándose dominar por su esposa Livia (CLIO, 246) cuya personalidad se nos ha dibujado tan maquiavélica o más que la de la propia Cleopatra. Probablemente el Octavio Augusto de la mítica serie televisiva Yo, Claudio emitida en los setenta, adaptación de la novela de Robert Graves, se aproxime más a la realidad que el interpretado por Roddy McDowall en la clásica Cleopatra (1963) protagonizada por Liz Taylor.