El alma de la primera ministra hindú, luchadora incansable frente al independentismo sij, fue cosida con treinta y tres balazos procedentes de una pistola y de un fusil recortado Sterling. Los proyectiles mordieron su vida y perforaron lo más profundo de sus entrañas. Los autores del atentado habían sido dos de aquellos que formaban parte del equipo que debía protegerla: sus guardaespaldas. Se llamaban Satwant Singh y Beant Singh.
El magnicidio obedecía a razones religiosas: Gandhi era hinduista y sus asesinos pertenecían a la secta sij. Una minoría religiosa que había sido maltratada en lo más hondo de su ser cuando Gandhi autorizó en junio de aquel año un ataque al templo Dorado de Amritsar, lugar santo para los sijs y en donde los líderes religiosos habían establecido su cuartel general.
Unos mil sijs fueron asesinados en el marco de la llamada Operación Estrella azul, con la que Indira Gandhi trataba de reprimir los grupos extremistas que reclamaban un Estado independiente. La verdad es que, como ahora veremos, lo que en un principio comenzó como una búsqueda del bienestar del país terminó en una explosión de violencia y narcisismo. Aquel acto de fuego y sangre sería su sentencia de muerte.