La verdad es que todo fue un cúmulo de despropósitos. El 10 de septiembre de 1898 el príncipe Enrique Felipe de Orleans- pretendiente al trono de Francia- pretendía pasar unos días en Ginebra, la ciudad en la que vivía Luigi Lucheni, un anarquista italiano de veinticinco años.

Aquella visita el italiano la planteó como una oportunidad, quizás la última para pasar a la historia, con su asesinato se ganaría el respecto y la admiración que le correspondía y que todavía no había recibido.

Sin embargo, el destino tuvo el capricho de que Enrique Felipe cambiase de decisión y que abandonase Ginebra antes de lo previsto. Pero la que sí estaba por allí, y sin escolta, era la emperatriz Isabel de Austria, Sissi.

Durante unos días se alojaba en una de las suites de Grand Hotel Beau-Rivage, bajo el nombre de condesa Hohenems, uno de sus seudónimos más habituales para pasar inadvertida de miradas indiscretas.

El motivo por el que se movía sin guardaespaldas era, simplemente, que no había sido educada para ello: había nacido en una familia de ocho hermanos y pertenecía a la nobleza baja bávara. Su madre –Luisa de Baviera- se había encargado directamente de su educación, que incluyó el amor por la naturaleza, idiomas y música.

Un viejo compañero del ejército reveló a Lucheni que la emperatriz austriaca estaba en la ciudad. Sissi había sido invitada por la familia Rothschild y aceptó encantada, con tal de salir de la encorsetada etiqueta austriaca. No soportaba el protocolo distante y frío, ni la mirada inquisidora de su suegra, la cual había orquestado una jaula de oro en torno a ella.

Sissi no era Enrique Felipe de Orleáns pero que más daba, para él todos los aristócratas, sin distinción, eran parásitos sociales a los que había que aniquilar, así que no tuvo el más mínimo reparo en cambiar de objetivo.

Era la una y media del mediodía y la emperatriz se dirigía al muelle Mont-Blanc para tomar un barco que la llevase a Montreux. Tenía sesenta y un años y odiaba los séquitos, las procesiones de aduladores sirvientes la cansaban sobremanera. Por ese motivo había ordenado que su comitiva -formada por doncellas, secretarios, chambelanes, militares y ayudas de cámara- se adelantase, cargase su equipaje y esperase pacientemente mientras ella paseaba y departía por la dársena con su dama de compañía.

A orillas del lago Leman

Fue precisamente allí, no muy lejos del embarcadero, donde encontró la muerte. Sissi vestía, como era habitual en ella, de forma distinguida, con un vestido negro y un velo de gasa negra oscureciéndole el rostro, al tiempo que una sombrilla y un abanico impedían que fuera reconocida.

Un desconocido –Lucheni-, pero al mismo tiempo el propietario de una vida igual de atormentada que ella, se acercó corriendo a su encuentro y, ante la sorpresa de las dos mujeres, clavó a la Emperatriz un punzón fino y afilado en el pecho. Todo sucedió en cuestión de segundos mientras Sissi caía al suelo el igual que había aparecido, desapareció con el adminículo de la muerte en la mano. La verdad es que el arma homicida no podía ser más sencillo: un trozo de alambre grueso y afilado con un mango tosco, era lo más parecido a una lima de carpintero.

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