Una carambola del destino puso en 1517 al frente del trono de España al joven Carlos I –hijo de Felipe el Hermoso y de Juana de Castilla–, porque el legítimo heredero al trono fue durante muchos años su tío, el príncipe Juan, primogénito de su abuelos los Reyes Católicos. Su primer valedor fue el cardenal Cisneros, que venía ejerciendo la regencia desde la muerte de su abuelo, Fernando de Aragón, y cuya desaparición prematura hizo abrigar esperanzas a los consejeros flamencos de su séquito, que vieron la oportunidad de ocupar los cargos públicos al frente de los cuales había estado la nobleza autóctona.

Cisneros fue pronto sustituido de la diócesis de Toledo por Guillermo de Croy, un joven de apenas veinte años que nunca pisó la ciudad, sobrino del consejero flamenco del mismo nombre, señor de Chièvres, que pronto comenzó a descapitalizar el reino, como prueba este poema a él dedicado:

                         Líbreos, Dios

                      ducado de a dos,

                 que el señor de Chièvres

                        no topó con vos.

No es este un apunte baladí porque fue en Toledo donde comenzó a tomar forma el malestar, que cristalizó cuando Carlos I de España cometió el error de convocar las primeras Cortes en Valladolid, a principios de 1518, Bajo la presidencia de Jean Sauvage, gran Canciller de Borgoña, aunque el doctor Juan Zumel, procurador de Burgos, le había aconsejado solo la presencia de naturales. Sus nuevos súbditos no tardaron en sentirse una nación conquistada.

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