Joaquín Pereyra descubrió por casualidad la cripta en la que estaba enterrado Francisco de Goya (1646-1828), fallecido en Burdeos. El pintor se había exiliado a la ciudad francesa tras las represalias llevadas a cabo por Fernando VII contra los liberales y los afrancesados después de la Guerra de Independencia, y de la recuperación del absolutismo en España –con el breve paréntesis del trienio liberal entre 1820 y 1823, tras el pronunciamiento de Riego.
Esta persecución contra los considerados traidores al Rey y a la patria –entonces, todavía uno y lo mismo– había provocado que, desde España, ni la Corona ni la familia hubieran reclamado sus restos, y allí habían quedado estos, olvidados por todos. Héroe para unos, traidor para otros, Goya descansaba en Burdeos con la certeza de haber sido, eso sí, uno de los artistas más grandes de la historia española.