En la fachada del Palacio Real de Madrid que da a la plaza de la Armería se encuentran las estatuas de Moctezuma (1467-1520) y Atahualpa (1500-1533), los últimos emperadores de los aztecas y los incas. Se encuentran junto a otros reyes españoles, una iniciativa que propuso el erudito fray Martín Sarmiento al rey Fernando VI, a quien sugirió comenzar con el rey visigodo Ataulfo.
Se estableció un programa iconográfico, una “historia de la monarquía en piedra”, que además de incorporar los reyes posteriores, se añadieran aquellos soberanos de territorios de otros continentes que se hubiesen incorporado a la monarquía española.
Al final el conjunto superó el centenar de estatuas reales que acabaron decorando la fachada del palacio hasta que Carlos III ordenó retirarlas. Algunas fueron a parar a los almacenes del Alcázar y otras, por el contrario, se distribuyeron por diversas ciudades españolas. Por ejemplo, Ataulfo, junto con otros reyes visigodos, terminó arrumbado en el parque de la Florida, en Vitoria.
De las ciento doces estatuas las mejores, al menos desde el punto de vista artístico, son las de Atahualpa y Moctezuma, siendo esta última la más bella. Tiene un plinto redondo, está tallada en una sola piedra y nos muestra a un emperador alto, fuerte, engalanado con un exuberante tocado de plumas y dobles hileras de perlas en los brazos y piernas. Su postura y su carcaj hacen pensar que le faltan el arco y la flecha.
Los primeros españoles en Yucatán
Un 30 de junio de 1520 falleció Moctezuma II, el último emperador azteca, en unas circunstancias que no han podido ser totalmente esclarecidas. Si hacemos caso al calendario azteca, había nacido en Xocoyotzin en el año “ce ácatl” –uno caña-, el equivalente a nuestro 1467.
Según cuenta la leyenda, tras el parto se hizo una consulta rápida a los astrólogos de la corte, los cuales vaticinaron que su vida estaría marcada por la inteligencia, la contención de emociones y la dureza, pero que, y esto el mozalbete debería tener mucho cuidado, la diosa Chalchiuhtlicue podría arrastrar su alma hacia los abismos de la oscuridad. Una predicción que, de alguna forma, se cumplió.