Celta, lo celta y céltico se olvidaron. Dejaron de emplearse hasta que, en el Renacimiento, aquellos viejos escritos en latín y griego volvieron a suscitar interés. Fue así, entre lecturas de la Eneida o reflexiones sobre los tratados de Cicerón cuando, a finales del siglo XVII y principios del XVIII, la palabreja fue rescatada y desempolvada.
Fue entonces cuando se empleó por primera vez para adjetivar las peculiares costumbres, tradiciones, historia y lenguas de las modernas Irlanda, Escocia, y Cornualles (conjunto que más tarde se ampliaría hasta englobar las hoy consideradas seis naciones celtas).
UNA LENGUA COMÚN
Algunos estudiosos cayeron en la cuenta de que en aquellos lugares donde los textos clásicos situaban a singulares tribus de bárbaras costumbres tenían idiomas alejados del inglés, el francés o el español, lenguas que, además, compartían notables similitudes.
Aquellas lenguas peculiares brindaron la primera pista y enseguida despertó un interés por rescatar y poner en valor un pasado desapercibido hasta entonces. Y se analizaron exhaustivamente las diferencias lingüísticas, lo que acabó consolidándose como una dicotomía: las lenguas britónicas o Céltico P en Bretaña, Cornualles y Gales, y las lenguas goidélicas o Céltico Q en la Isla de Man, Irlanda y Escocia. Todas las variantes parecían tener la misma raíz, y esta podía asumirse con orígenes en la Edad del Hierro.
Además, se trajo a la atención de los académicos las peculiaridades aún vivas de dichas poblaciones. Tenían y tienen usos, costumbres y acervos culturales distintivos, diferenciadores.