Su mitología, su estructura social, su arte y, en general, toda la historia de Egipto resulta atrayente por su exotismo. Su trono era cosa de hombres, el faraón era la más alta autoridad en la tierra, el representante de los dioses y el único interlocutor entre ellos y los humanos. Entre sus funciones, además, estaba mantener el equilibrio cósmico.
Aunque los conozcamos por un solo nombre, la realidad es que los faraones tenían hasta seis, de los cuales cinco iban ligados a sus respectivos títulos: Hijo de Ra, Horus, El de las dos damas, Horus de Oro, El del junco y la abeja.
Las reinas-faraón marcaron el fin de una dinastía
La esposa del faraón jugaba un papel destacado en algunas ceremonias, al ser la guardiana y protectora de su país y de su marido. Por otra parte, la primera dama tenía en su haber la llave del gobierno, ya que un faraón jamás podía acceder al trono si no se desposaba con una mujer de sangre real.
Además de su papel como cónyuge, algunas mujeres, y a diferencia de lo que sucedió entre griegos y romanos, también llegaron a reinar. En los textos especializados se prefiere para ellas la denominación de reina-faraón a la de “faraona”, a pesar de que la Real Academia Española contempla ambas legitimidades lingüísticas.
A lo largo de la historia del Antiguo Egipto han existido un total de cinco reinas-faraón (ver recuadro), aunque no se puede descartar que haya habido algunas más. En la mayoría de los casos habrían llegado a reinar porque el difunto gobernante no habría engendrado ningún hijo varón, porque el origen de los hijos fuese bastardo o bien porque no había princesas con las que desposar al candidato al trono de ese período de la historia de Egipto.
Desgraciadamente, estas mujeres poco pudieron hacer por su país, la mayoría tuvieron un reinado efímero con el que se cerraba una dinastía y se aplazaba una inevitable crisis de Estado, ya que a la reina-faraona le estaba prohibido casarse nuevamente.