Entre los armadores del corso español abundaron los hidalgos y algunos grandes nobles, como el duque de Maqueda y el conde de Altamira, aunque, en general, y predominaron los comerciantes de Indias dispuestos a defender sus negocios, seriamente amenazados por la acción de los piratas y corsarios extranjeros. Como auxiliares de la Armada, los corsarios españoles empezaron a navegar por las aguas del Caribe con la intención de combatir contra aquellos que habían atentado contra los intereses del monarca español y sus súbditos.
Las patentes de corso
Las patentes las otorgaba el rey o, en su nombre, las autoridades indianas, y en ellas se establecían las causas por las que se había recurrido a esta actividad, la persona a la que se otorgaba la patente, la embarcación con la que se realizaría la empresa, la zona de operaciones y, por supuesto, la prohibición absoluta de atentar contra países amigos de España y contra los que no mediase estado de guerra (caso bien distinto al que llevaron a cabo los corsarios ingleses, entre ellos Drake, que no dudaron en atacar posesiones españoles en tiempos de paz).
En este documento se establecía la necesidad de llevar a bordo una copia de las Ordenanzas de Corso vigentes en cada momento y un recibo para dar constancia de haber entregado las fianzas estipuladas por ley. La Corona delegó en los virreyes, gobernadores y capitanes generales la concesión de estas patentes, mientras que, por otra parte, nunca participó ni se benefició directamente, a diferencia de otros reinos europeos, de la actividad de estas empresas corsarias, con la excepción de la patente otorgada al inglés Felipe de Vera, en 1692 (en tiempos de Carlos II), que actuó con la fragata San Antonio desde San Sebastián, pero no en el ámbito americano.