Durante el gobierno del emperador Claudio (41-54) las primeras comunidades cristianas comenzaron a llegar al corazón del Imperio, que las consideró una secta herética del judaísmo. Y es que, a pesar que desde que Judea se había convertido en una provincia romana, los judíos gozaban de ciertos privilegios, como el de negarse a realizar sacrificios a los dioses del Panteón, por ser servidores de un culto histórico, no fueron recibidos con los brazos abiertos por los romanos.
Algunos años después, bajo el mandato de Nerón (54-68), también llegaron los gentiles, de cultura helenística, que habían abrazado la nueva fe gracias a la actividad misionera de Pablo de Tarso en Asia Menor, conocido como el Apóstol de las Naciones.
Poco a poco, las enseñanzas de Jesucristo sacudieron la envarada Ley mosaica, y Roma no pudo sustraerse de las disputas teológicas que suscitaban los judíos procedentes de Jerusalén. Entonces los cristianos fueron vistos como una amenaza y tuvieron que reunirse en la clandestinidad.